¿Quién protege al propietario cuando el sistema solo escucha a quien abusa de el?
- Kathy Diaz
- 12 jun
- 15 Min. de lectura
Me llamo Kathy Díaz, y esta historia no la he escrito solo para desahogarme, sino para gritar una verdad que el Estado lleva años silenciando: en España, ser propietaria puede convertirte en rehén, y el sistema no solo no te protege… te machaca.
Llevo más de cinco años secuestrada por una realidad que destroza a miles de familias: la inquiokupación, amparada por un Real Decreto 11/2020 que ha convertido la justicia en una tortura, la propiedad en un castigo, y a los propietarios en enemigos públicos.
Esta es mi historia. Es larga, es dura, y está llena de momentos que me han llevado al límite emocional, físico y mental. Pero es 100% real, y si la estás leyendo y te duele, es porque quizá tú también estás atrapado en esta pesadilla.
Todo comenzó en abril de 2019. Hasta ese momento, jamás me había planteado alquilar mi vivienda de Moncofa (Castellón). Era nuestro refugio familiar para los fines de semana, pero por motivos laborales, dejamos de bajar con tanta frecuencia.
La inquilina que se marchaba me pidió un favor: su madre, recién jubilada, quería venir al pueblo a vivir con ella y buscaba algo por solo un año. Me dijo que le gustaba el piso, que era solo por un tiempo, que le haría un gran favor.
Accedí. Era una mujer mayor, con pensión. Parecía estable. Le alquilé el piso por 300 euros al mes, un precio irrisorio para un piso de 110 m² cerca del mar.
Firmamos un contrato sencillo. Ella no tenía los suministros aún a su nombre, así que durante ese primer año acordamos que me los iría pagando directamente a mí, mientras hacía el cambio de titularidad.
No le vi ningún problema. Estaba empezando. Quería ayudar. Y así fue… al principio.
El primer año fue tranquilo. Pero en mayo de 2020, en plena pandemia, dejó de pagar. Ni el alquiler, ni los suministros. Nada.
Le insistía con el cambio de nombre en los contratos. Se excusaba en que los bancos estaban cerrados. Y yo, inocente, la creía.
Pero con el paso de los meses, lo que parecía una simple demora se convirtió en una película de terror.
Comenzó a amenazarme abiertamente. Si reclamaba lo que era mío, me respondía con frases que aún me retumban en la cabeza:
“Te voy a dejar los grifos abiertos.”
“Te vas a enterar de lo que es destrozar un piso.”
“Paga y cállate, porque si me cabreo, te va a salir caro ,yo se muy bien lo que tengo que hacer.”
El miedo se instaló en mi vida. Ya no me atrevía a llamarla. Ya no era una inquilina: era una persona que ocupaba mi casa, que me extorsionaba y que me tenía aterrorizada.
Un día, mientras hablaba con ella por teléfono con el manos libres puesto, mi hija me miró con los ojos como platos y me dijo:
“Mamá, ¿por qué dejas que te hable así?”
Y le dije la verdad.
“Porque tengo miedo.”
Y ese miedo se convirtió en mi compañero de vida.
Durante meses aguanté en silencio, atrapada en la confusión, sin saber por dónde empezar. Nunca había pisado un juzgado. Nunca había necesitado un abogado. Y encima, la pandemia lo paralizó todo: juzgados cerrados, servicios públicos colapsados, abogados inalcanzables… Yo estaba sola, perdida y completamente desprotegida.
El tiempo pasaba y la señora seguía viviendo gratis en mi casa. Yo seguía pagando la hipoteca. También seguía pagando el agua, la luz, los impuestos. Todo.
Hasta que un día, enero de 2021, tocamos fondo. Mi marido, autónomo, enfermó. Solo entraba mi sueldo en casa. Me encontré pagando los suministros de dos viviendas dos viviendas: la mía… y la ¨inquiokupada¨ con facturas elevadisimas!.
La factura del agua llegaba a más de 100 euros. Lo mismo la luz. Y todo a mi nombre.
¿Mi decisión?
Dar de baja los suministros.
Era lo único que podía hacer. No podía seguir pagándoselo todo a una persona que llevaba casi 1 año sin pagar nada.
¿Y sabéis qué hizo ella?
Me denunció por coacciones.
Sí, habéis leído bien: la mujer que vivía gratis en mi piso me denunció a mí, la propietaria, por no seguir pagándole los suministros.
Y no solo eso. Me puso varias denuncias, una por una, estratégicamente separadas. ¿Por qué? Porque mi abogado me explicó lo siguiente:
“Mientras haya una causa penal abierta por coacciones, no puedes iniciar un desahucio civil.”
Jugó con el sistema. Lo conocía mejor que yo. Y lo usó contra mí.
Estuve más de un año atrapada en un limbo judicial donde no podía defenderme. No podía denunciar. Solo podía esperar.
Gané algunas denuncias. Perdí una. ¿Por qué? Porque me notificaron mal, no me presenté… y me condenaron.
Condenaron a la víctima.
Yo, que solo quería recuperar lo mío.
Yo, que pagaba cada mes por una casa que no podía usar.
Yo, que vivía con miedo, ansiedad, insomnio.
Tuve que pagar la multa. Y además, reconectar el agua. Incluso llegué a ofrecerle una solución: le pagaba el contador si ella asumía las facturas atrasadas.
¿Su respuesta?
“No pienso gastar ni un euro. Búscate la vida.”
Y eso hice. Sobrevivir. Buscar la vida. Porque lo que me estaba haciendo no tenía nombre. Pero el Estado lo permitía.
Pensaba que, tras superar las denuncias falsas, por fin podría iniciar el desahucio. Que ahora sí empezaría el camino hacia la justicia.
Qué equivocada estaba.
Lo que vino fue aún peor: una justicia lenta, imprevisible, saturada y ciega.
Puse la denuncia. Esperé. Me dieron fecha. Empezaron los nervios.
Y dos días antes del juicio… lo suspenden.
Eso fue el primer mazazo. Pero no el último.
Nuevo juicio. Nueva espera. Nuevos nervios. Y otra vez: suspendido.
Así una y otra vez. Juicio tras juicio aplazado. Nadie se imaginaba el daño mental que esto genera. O sí, si has vivido lo mismo.
No puedes hacer planes.
No puedes vivir con normalidad.
Tu cabeza entra en un bucle:
¿Cuándo será el próximo?
¿Y si lo suspenden de nuevo?
¿Y si me lo notifican tarde?
Y así, cada vez más desgastada, cada vez más al borde del colapso. Un castigo continuo. Un sistema que te tortura lentamente.
¿Sabéis qué dicen muchos afectados?
“No es casualidad. Lo hacen a propósito.”
Y a mí ya no me parece ninguna locura.
Porque llegó junio de 2023, y mi juicio se volvió a suspender: la inquiokupa pidió justicia gratuita. Se la concedieron. Se fijó nueva fecha para noviembre de 2024.
Un año y medio más de espera.
Y justo dos días antes del juicio de noviembre… sus abogados renuncian al caso. Alegan que no pueden contactar con ella.
¿La solución del sistema?
Más tiempo para que encuentre nuevos abogados.
¿Y qué pasa? Que reaparecen los mismos abogados, con el mismo argumento: que ella es vulnerable. Otra vez. Como si nada.
Y ahí lo entendí:
Esto no es casualidad. Es una estrategia. Y está funcionando.
Una estrategia que permite a quien abusa ganar tiempo, atrasar el juicio, vivir gratis, sin pagar, sin consecuencias.
Una estrategia que revictimiza al propietario, que lo hunde, que lo rompe.
Y lo peor: la pagamos todos. Porque esa justicia gratuita que permite estos abusos sale de nuestros impuestos.
Mientras tanto, yo seguía atrapada.
El siguiente juicio fue para abril de 2024. Pero esos meses… fueron una pesadilla.
Vivía con ansiedad constante, con el corazón encogido, sin dormir, sin poder pensar en otra cosa. Cada día era un infierno.
Mi única escapatoria era el trabajo. Fichaba, y hacía un esfuerzo por desconectar. Pero mi cuerpo no aguantaba más. Las noches eran eternas. Cerraba los ojos y me forzaba a imaginar viajes, paisajes, libertad… Pero nada servía ya.
Y un día, colapsé.
Sufrí un ataque de ansiedad tan brutal que perdí el conocimiento. Caí al suelo. Sin control. Sin fuerzas.
Ahí entendí que esto ya no era solo un problema legal: era un ataque a mi salud mental, a mi vida.
Y lo peor… es que aún quedaba mucho más.
Las tres semanas anteriores al juicio definitivo fueron inhumanas. Vivía con miedo permanente:
– ¿Y si lo vuelven a aplazar?
– ¿Y si pasa algo?
– ¿Y si otra vez gana tiempo?
Dormía mal. No podía comer. No podía pensar. Solo esperaba. Vivía pendiente del correo, del móvil, del reloj. Todo giraba en torno a esa fecha. Tenía el cuerpo agarrotado. El estómago cerrado. La mente al borde del colapso.
Y por fin, llegó el día del juicio.
Después de casi cuatro años de espera, de noches sin dormir, de ataques de ansiedad, de gastos, de informes, de denuncias, de soportar humillaciones… entramos en sala.
Duró diez minutos.
Diez. Minutos.
No me preguntaron nada.
Nadie me escuchó.
Nadie me dejó explicar el sufrimiento vivido.
Y mientras tanto, ella mintió una y otra vez. Mentiras sin sentido. Mentiras sin pruebas. Mentiras dichas con total tranquilidad, sin que nadie la contradijera.
Tal vez, con un abogado más contundente, habría sido diferente. Pero el mío entró convencido de que pactaríamos. El pacto era sencillo:
“Tú devuélveme las llaves y yo te perdono la deuda.”
Pero la respuesta de su parte fue fulminante:
“No hay nada que negociar. Estamos protegidos por el Real Decreto 11/2020.”
Yo ya se lo había advertido a mi abogado:
“Va a escudarse en el decreto. No vendrá a negociar.”
Pero él no preparó otra estrategia.
Y salí de ese juicio más indefensa que nunca.
Recuerdo que al salir, no podía parar de llorar. Desde Castellón a Barcelona, todo el trayecto fue un mar de lágrimas.
Lloré de rabia.
Lloré de impotencia.
Lloré de dolor.
Lloré por lo injusto que había sido todo.
Porque después de todo lo vivido… la justicia no estuvo de mi lado.
La sentencia llegó semanas después.
Y sí, me dio la razón.
Reconoció que había impago.
Rescindió el contrato.
La condenó a pagar lo adeudado.
Pero también dijo que podía quedarse en el piso hasta diciembre de 2024. Voluntariamente.
Y entonces me pregunté:
¿De verdad esto es justicia?
¿Una sentencia que reconoce todo… pero le permite seguir dentro un año más?
Y además, que debía pagar las rentas hasta irse voluntariamente.
¿Y alguien cree que una persona que no ha pagado en años lo va a hacer ahora?
Eso no es una victoria. Es una burla.
Una burla que no compensa el sufrimiento, ni la angustia, ni la injusticia.
Y aún así, no sabía que lo peor todavía no había llegado.
Porque lo que vino después fue descubrir el nivel real de destrucción y abandono de mi vivienda, de la comunidad, de los animales allí encerrados, y de mi propia salud mental.
Cuando creía que ya lo había vivido todo, que nada podía empeorar… la realidad me demostró que aún había más profundidad en el abismo.
Tras el juicio, publiqué mi historia en redes sociales. Y entonces empezaron a escribirme vecinos del bloque y de fincas colindantes. Quisieron contarme lo que llevaba tiempo pasando… y que yo, desde la distancia, no sabía.
“Kathy, no sabes lo que está haciendo en el piso.”
“No puedes imaginar lo que hay dentro.”
“Tienes que hacer algo.”
Había más de 20 gatos.
Encerrados.
Sin castrar.
Sin vacunar.
Desnutridos.
En condiciones inhumanas.
Los vecinos denunciaban chillidos a todas horas, golpes, discusiones, olores nauseabundos. El hedor que salía de mi vivienda. Gente que ya no quería alquilar ni comprar en el bloque. Inquilinos que huían a las 24h de mudarse. Y yo, sin poder hacer nada.
Lo de los animales me destrozó.
Empecé a llamar: SEPRONA, asociaciones animalistas, protectoras, el ayuntamiento, servicios sociales.
Toqué todas las puertas.
¿Sabéis cuántas se abrieron?
Ninguna.
Nadie quería intervenir. Nadie quiso salvarlos. Nadie quiso entrar.
Y mientras tanto, esos gatos morían de hambre y de infecciones, encerrados entre basura y excrementos.
Y nadie movía un dedo.
Pero si tú tienes una gallina sin registrar, te cae una multa.
¿Y esto? ¿Esto no importa?
Entonces decidí ir en persona. Julio de 2024.
Pido cita en Servicios Sociales. Me presento. Explico mi caso. Intento hacerles entender la gravedad. Que no podía más. Que necesitaba una alternativa para ella, pero también una solución para recuperar mi vida.
La entrevista fue una humillación.
“Has tenido mala suerte.”
“No tenemos un cajón lleno de llaves.”
“No podemos informarte por la protección de datos.”
¡¿Protección de datos para quien me está destrozando el piso y arruinando la salud?!
Les suplico. Les ruego que me ayuden. Que la vivienda está insalubre. Que hay una denuncia de los vecinos. Que hay peligro para la comunidad.
Y su respuesta fue:
Llamar a la policía para que me sacaran del edificio.
A mí.
A la víctima.
A la propietaria.
A la que lleva 5 años pagando una hipoteca sin poder usar su casa.
Salí en ambulancia.
Con un Valium en cada glúteo, una vía en el brazo y camino al hospital. Se me paralizó el cuerpo entero.
Colapsé. Literalmente.
Como si el alma dijera: “Basta. No puedo más.”
Y mientras yo me derrumbaba, ella seguía dentro. Riéndose de todos.
Diciembre de 2024.
Una fecha que tenía marcada en rojo desde hacía meses:
La sentencia decía que mi inquiokupa debía abandonar mi vivienda voluntariamente.
Era el fin del infierno.
O eso creía.
Pero el 21 de diciembre, nos anuncian la prórroga número 11 del Real Decreto 11/2020.
Once.
Once veces en las que el Gobierno te promete que el decreto terminará.
Once veces que tú crees que podrás respirar.
Y once veces que te aplastan el pecho y te dejan sin aire.
¿Sabéis cómo se llama eso?
Maltrato psicológico institucional.
Te dan una fecha, la esperas, te agarras a ella como a un clavo ardiendo, organizas tu mente y tu esperanza…
y cuando llega, te lo quitan.
Once veces.
Cada una peor que la anterior.
Ya no era yo.
Llevaba más de un año sin ser yo.
Pero siempre te queda una chispa. Una ingenua esperanza de que esta vez sí.
🟨 ENERO: EL CHUTE DE VIDA Y LA PUÑALADA
22 de enero de 2025.
En el Congreso de los Diputados no se aprueba el Real Decreto 11/2020.
Lloré de alegría. Me temblaban las manos. Respiré.
Por primera vez en mucho tiempo, sentí que volvía a ser una persona.
No una víctima. No una propietaria invisible.
Una persona.
23 de enero.
Me levanté feliz. Me sentí libre. Empecé a hacer planes: contactar a mi abogada, iniciar trámites, preparar la recuperación del piso.
Era el principio del final.
Pero solo me duró 6 días.
28 de enero.
Junts pacta con Sánchez para aprobar otra vez el mismo decreto, a cambio de lo que les interesaba.
Se reedita. Se impone. Se reinstaura.
Y se nos vuelve a pisotear.
Ya no fuimos ciudadanos.
Fuimos moneda de cambio.
Sufrimiento a cambio de votos.
Derecho a cambio de poder.
¿Y por qué no votaron punto por punto?
¿Por qué nadie en la oposición pidió eso?
¿Acaso cuesta tanto alargar un pleno y votar cada propuesta del decreto ómnibus por separado?
Claro que no.
Pero no quisieron.
Porque no les importamos.
Ese 28 de enero no fue solo una decepción política.
Fue una caída al abismo.
Un suicidio emocional inducido por el Estado.
Un mes entero tardé en subir solo un escalón.
Y no sabía que me lo iban a arrancar de nuevo.
Finales de marzo de 2025.
Después de la traición del 28 de enero, empiezo a recomponerme. Subo un escalón, me digo. Uno. Solo uno.
Pero no imaginaba que el infierno me esperaba, otra vez, al doblar la esquina.
Una vecina, harta de la situación, me llama:
—“Tu inquiokupa ha destrozado mi puerta con un objeto punzante.
Hay amenazas, hay porquería, hay peligro. Y si no haces algo tú, te denunciaré a ti como propietaria.”
¿Su queja?
Que su inquilina había durado solo 24 horas por el olor nauseabundo que salía de mi piso. Que la señora le gritó que le daba igual incendiar el bloque si seguía protestando.
¿Entendéis? Mi vecina temía por su vida.
Y yo, lejos, impotente, viendo cómo el sistema me hacía responsable… mientras protegía a la que me destrozaba.
Llamo corriendo a la Guardia Civil de Castellón. Les informo del riesgo, del miedo, de la urgencia. Les alerto del incendio, del acoso, de las amenazas.
Y ahí empieza la broma macabra.
La vecina va a denunciar. Pero la inquiokupa ya se ha adelantado.
Como hizo conmigo, presenta una denuncia llena de mentiras.
¿Pruebas? Ninguna.
Pero nadie se las pide.
Como nadie se las pidió cuando me denunció a mí por coacciones.
A la víctima.
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🟨 EL ENGAÑO DE LA FURGONETA
Dos semanas después, otro vecino me escribe:
—“Kathy, no te ilusiones… pero ha dicho que se va. Que ha conseguido otra vivienda y que pedirá una furgoneta.”
No puedo creerlo. ¿Por fin? ¿De verdad?
Le recuerdo que todo lo que hay dentro es mío: electrodomésticos, muebles, TV… Pero le digo:
“Me da igual. Que se lo lleve. Solo quiero que se largue.”
Redacto un documento de entrega voluntaria. Se organiza la mudanza para el jueves a las 11 de la mañana. Esa noche no duermo.
A las 5 AM salgo de Barcelona, directa a Moncofa.
Ya puedo oler la libertad. La justicia. El final.
Pero cuando estoy a punto de tomar la salida 48 de la autopista, me suena el teléfono. Es mi vecino. Lo noto en su voz:
—“Kathy… no quiere entregar las llaves.
Dice que se queda con los dos pisos.
El tuyo, solo para fastidiarte.
Y el otro, para vivir.
Que mientras no lo diga un juez, no se va.”
Sí, lo has leído bien:
Se queda con dos viviendas. Una de ellas, para joderme.
Y lo dice tranquila, segura, impune. Porque sabe que puede.
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🟥 LA POLICÍA Y EL SILENCIO DE LAS INSTITUCIONES
Aprovecho el viaje para intentar que el sistema me escuche. Me planto de nuevo en Servicios Sociales. No me atienden. Me tratan como una intrusa.
Me voy a la Guardia Civil. Intento denunciar la insalubridad y el maltrato animal por los gatos que acumula.
¿Su respuesta?
—“Como usted no vive ahí, no puede denunciar nada.”
¿Perdón?
—“Entonces, ¿me está diciendo que mi inquiokupa puede denunciar con mentiras, sin pruebas, y yo, la propietaria, no puedo ni defenderme?”
—“Lo sentimos, no podemos hacer nada.”
Silencio. Impunidad. Maltrato institucional.
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🟨 EL PISO: UN VERTEDERO DE INFIERNO
Mi vecina me deja pasar desde su balcón a las zonas comunes.
Subo por detrás, hasta la ventana de la cocina.
Y lo que veo… me deja helada.
Yo estaba preparada para encontrar mi piso destrozado.
Pero no para eso.
No para ese nivel de horror.
La cocina es un vertedero.
Trastos hasta el techo.
Mármol cubierto.
Muebles podridos.
El aluminio de la puerta corroído por la orina de gatos.
Es un infierno.
Un estercolero.
Un crimen consentido.
Tras el golpe de la falsa mudanza y el infierno que vi desde la cocina, empiezo a tirar del hilo. Averiguo la nueva dirección de mi inquiokupa. Sí, tiene otra vivienda. Lo sabe todo el vecindario, lo han escuchado los policías, los vecinos, los servicios sociales.
¿Y qué hago?
Informo al juzgado. Les notifico esa dirección. Les informo de los daños dolosos, de la insalubridad, de las denuncias vecinales, de los informes policiales, de mis informes médicos.
Les entrego todo. Todo.
El sistema lo tiene todo en sus manos.
¿Y qué hace?
Nada.
🟨 LOS INFORMES POLICIALES QUE NADIE LEE
En los informes de la Guardia Civil y Policía Local se describe que:
• El olor nauseabundo se huele desde el portal, dos pisos más abajo.
• Al llegar arriba, los agentes tienen arcadas, náuseas. No pueden ni respirar.
• Ven acumulación de basura, heces, suciedad extrema.
• La señora insulta, se pone violenta y grita que le da igual lo que piensen.
• Cuando le preguntan por las cajas apiladas, responde tranquila:
“Tengo otra casa. Estoy esperando que alguien me ayude a llevarlo todo.”
Una mujer que tiene otra vivienda…
Y sin embargo, el sistema permite que siga okupando la mía.
Entrego también los informes de Servicios Sociales, donde consta que:
• Esta persona no colabora.
• No acepta ninguna ayuda.
• Se niega a dejarles entrar en mi casa para evaluar su situación.
• No cumple ni uno de los requisitos para justificar su “vulnerabilidad”.
¿Y qué hace el sistema?
Nada.
Absolutamente nada.
Solo siguen pidiéndole papeles.
Aplazando. Esperando.
Como si el tiempo no fuera una tortura para mí.
🟨 MI SALUD: A NADIE LE IMPORTA
El 28 de abril entrego al juzgado mis informes médicos y psicológicos. Detallan un estado de vulnerabilidad grave, con:
• Ansiedad clínica.
• Insomnio crónico.
• Ataques de pánico.
• Desestabilización emocional severa.
• Aislamiento progresivo.
• Riesgo de colapso nervioso.
Cualquier ser humano que lea eso debería activar un protocolo urgente.
¿Pero qué pasa en mi caso?
Nada.
🟥 LA INQUIOKUPA SIN AGUA QUE ME CUESTA MILES
¿Sabes qué más? Esta señora no tiene ni agua.
En julio de 2024 consigo cambiar el contrato de agua a su nombre.
Le pongo modalidad de pago en ventanilla. Lo tiene fácil.
¿Y qué hace?
No paga ni una sola factura.
Y cuando cortan el suministro, dice que la culpa es mía.
Asegura que yo debo mantenerle los mínimos vitales. Que es mi obligación pagarle el agua.
¿Hasta dónde llega el abuso?
Y lo peor es que nadie lo detiene.
¿Sabéis qué significa eso para mí?
Que cuando por fin recupere mi casa, tendré que asumir una barbaridad de gastos para rehabilitar el contador, legalizar la instalación, reformar todo el sistema.
🟨 UN JUZGADO QUE MIRA A OTRO LADO
A los informes médicos, los informes vecinales, los informes policiales, las fotografías, las denuncias, las pruebas del abandono, de la otra vivienda, de la insalubridad brutal…
A todo eso, el juzgado no responde.
El 4 de junio de 2025, todo queda por fin en la mesa de la jueza.
Hoy es 12 de junio.
Y nadie ha dicho nada.
Solo silencio.
Un silencio que mata.
Cinco años.
Veinticinco mil euros perdidos.
Una vivienda destrozada.
Una salud física y mental completamente arrasada.
Y aún sigo esperando.
Aún sigo viviendo bajo una sentencia que no se cumple.
Aún sigo viendo cómo una persona con otra casa se niega a soltar la mía.
Aún sigo viendo cómo todo el sistema mira a otro lado… mientras yo me hundo.
¿Dónde está el límite de esta injusticia?
¿Hasta cuándo van a mirar hacia otro lado?
Porque lo que yo he vivido no es un caso aislado.
Es un patrón. Un sistema perverso que protege al que incumple y abandona al que cumple.
Y que convierte a los propietarios en delincuentes, y a los okupas en víctimas.
Yo, que pago mi hipoteca.
Yo, que alquilé de buena fe.
Yo, que denuncié con papeles.
Yo, que avisé una y otra vez.
Yo, que no he hecho otra cosa que suplicar ayuda.
Soy la que lleva 5 años siendo ignorada.
Y mientras tanto, mi inquiokupa:
• No paga ni un euro desde 2020.
• Acumula basura, animales y riesgo para todo el bloque.
• Tiene otra vivienda y lo reconoce ante la policía.
• Se burla del sistema porque sabe que nadie la echará.
¿Y sabéis lo peor?
Tiene razón.
Porque hasta ahora, nadie la ha echado.
🟨 Y A TI, QUE ESTÁS LEYENDO ESTO…
¿Te ves reflejado?
¿Estás viviendo una pesadilla parecida?
¿Te han hecho sentir culpable por pedir justicia?
Te entiendo. Porque yo también callé mucho tiempo.
Por miedo. Por vergüenza. Por agotamiento.
Pero el silencio solo protege al que abusa.
Te invito a romperlo.
No estás solo. No estás sola.
Somos muchos. Muchísimos.
Si quieres contar tu historia de forma anónima, hazlo.
Porque esto no puede seguir pasando en silencio.
Porque las cifras no reflejan el dolor. Las historias, sí.
Que el país escuche lo que la justicia calla.
Que el mundo vea lo que la ley tapa.
Y si aún te preguntas cómo me siento…
La respuesta es simple:
Harta. Rota. Hundida.
Porque por cada uno de nosotros que cuente su historia,
se tambalea un poco más este sistema que nos desprecia.
Que escuchen.
Que lean.
Que entiendan lo que es vivir siendo victia del RD 11/2020, enfermo, ignorado y arruinado.
Y que tengan vergüenza.
Kathy Díaz
Propietaria. Víctima.
Una más… de miles.
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